Por José Miranda de Sardi(1899-1936)
Envuelta en la clámide luminosa del Atlántico, Cádiz, la hermosa ciudad de imponderables tradiciones liberales, vibra a diapasón con el ritmo febril de la vida moderna, como un gigantesco caracol marino henchido de armónicas resonancias musicales.
El origen de Cádiz, se pierde en la nebulosa de la prehistoria. Mientras unos historiadores afirman que sus primeros pobladores fueron los fenicios, sostienen otros que los fundadores de Gades o Gadir fueron persas o celtas.
Al cronista sin embargo no le preocupa gran cosa tan debatida cuestión, ya que en estas líneas no se tiende a dilucidar un embarullado lío histórico, sino a constatar y exaltar el siguiente hecho indudable; Cádiz existe.
Es una venturosa realidad, que abre los gajos de sus calles simétricas a los fragantes estremecimientos de las brisas marinas y a la sinfonía azul de las mareas rumorosas. Cuando se entra en Cádiz por primera vez, en tren o en automóvil, después de haber anegado el alma en un lago de ideas blancas sugeridas por las salinas de Puerto Real y San Fernando, siente el viajero la embriaguez divina de las fulgurancias azules.
Para mí, Cádiz es, ante todo y sobre todo, una gran luz azul que irradia su portentosa claridad de lámpara votiva sobre el añil desvaído de la bahía apacible. Y las aguas encantadas de la bahía, aprisionan en su seno de topacio la imagen señorial de Cádiz – Luz, meciéndola dulcemente en su regazo de cristal, lleno de palpitaciones maternales. Por este luminoso fenómeno de espejismo, o de sortilegio brujo, Cádiz desdobla la maravilla de su vigorosa personalidad y vive a un tiempo mismo ceñido por la angustia de sus murallas seculares, y posado como un albatros sobre el espejo de la bahía, sosteniendo quizás en permanente apoteosis por los hombros oferentes de sus tritones y sirenas.
El milagro es tan prodigioso, que si el bosque de chimeneas, jarcias y mástiles de los buques surtos en el puerto no señalara a manera de hito la línea divisoria entre el Cádiz material y tangible, y el irreal y fantástico, el pobre viajero fascinado llegaría a caer en el agua, como esos miopes aturdidos que al pasear su natural torpeza por los salones señoriales tropiezan con los espejos creyéndolos prolongación de las regias estancias.
El cronista ha sentido como nadie la llamada imperiosa de estos mirajes alucinantes y hubiera saciado más de una vez su sed de azul en las aguas somnolientas si la oficiosidad del amigo no le hubiese advertido a tiempo de la doblez hipnótica de sus mágicas transparencias.
Pero no todo en Cádiz es paisaje de abanico ni decoración fantasmagórica. El ritmo vibrante de trabajo tiene también su marco triunfal en la fulgurante <<>> y mezcla sus jadeos atormentados con la epifanía orquestal de las mareas musicales. Cádiz sin perder por ello su condición esencial de ciudad encantada, abre todos sus poros al polen fecundo del trabajo y se impregna, como una esponja de ingentes dinamismos vitales y todos los años muda la piel vistiéndose una nueva túnica de plata, como los ofidios sinuosos o como los crustáceos de nácar que pululan en su caleta.
Con su ponderado bagaje cultural, base inconmovible de su liberalismo histórico, la ciudad azul ama a los niños y a las flores y sorprende al viajero con sus jardines robados al mar, como la joyante alameda de Apodaca y el luminoso paseo de Canalejas, o tatuados en la carne viva de la población, como la plaza de Castelar y la de Mina.
El parque Genovés es otra imperial presea donada por el Atlántico a la ciudad, que la guarda amorosa en el estuche aterciopelado de sus frondas perfumadas, llenas de un ingenuo clamor de voces y risas infatigables mezcladas con temblorosos aleteos de pájaros y geórgicas armonías de surtidores. Al extremo sur del parque se yergue el <<>>, blanco y hospitalario.
Desde alta mar los navegantes contemplaran la alba silueta del hotel como un pañuelo amigo tendido al viento en despedida fraterna, bajo la vigilancia paternal de la torre Tavira. Y el monumento a las Cortes, dolmen moderno erigido a la libertad y al derecho de los pueblos, hablará a las almas insumisas y errantes de los nautas y de los pasajeros de las naos fugitivas, de sagradas rebeldías ciudadanas próximas a plasmar en gestas de motín y de revueltas para restituir sus fueros y prerrogativas al pueblo soberano, brutalmente lapidado por las manos crueles de la injusticia. Bien merece este colosal recuerdo de piedra y bronce las famosas Cortes que dieron a España el primer código fundamental del Estado, crisol de las libertades públicas que aún disfrutamos, no en toda la generosa amplitud que imprimieron a su labor los preclaros patriotas doceañistas.
En el centro de la capital, guardando la misma relación de distancia que en el cuerpo humano el corazón y el estómago, la Casa de Correos levanta su aristocracia espiritual junto a la achaparrada plebeyez de la plaza de Abastos. Ante la primera, hemos pensado en el dolor lacerante que experimentaran los analfabetos abrumados por la grandeza del edificio, inútil para ellos, y hemos abierto nuestra sensibilidad afectiva a los imperios naturales de la piedad, una gran piedad para los hambrientos de espíritu, acaso mayor que la que sentiríamos ante los que supiéramos hambrientos de los manjares y vituallas encerrados en el vientre deforme de la segunda. Pero todos estos hambrientos serán hartos, porque Cádiz, la ciudad azul que abre los gajos de sus calles simétricas a los fragantes estremecimientos de las brisas marinas, hará un día honor a su brillante ejecutoria liberal. No olvidemos que sobre el espíritu luminoso de la ciudad, y envuelto como ella en diafanidades azules, flota el alma atormentada de Fermín Salvochea.
José Miranda de Sardi
Cádiz - Mayo de 1930
DEL LIBRO DE JUAN LUIS NAVAL Y MANUEL JURADO
Envuelta en la clámide luminosa del Atlántico, Cádiz, la hermosa ciudad de imponderables tradiciones liberales, vibra a diapasón con el ritmo febril de la vida moderna, como un gigantesco caracol marino henchido de armónicas resonancias musicales.
El origen de Cádiz, se pierde en la nebulosa de la prehistoria. Mientras unos historiadores afirman que sus primeros pobladores fueron los fenicios, sostienen otros que los fundadores de Gades o Gadir fueron persas o celtas.
Al cronista sin embargo no le preocupa gran cosa tan debatida cuestión, ya que en estas líneas no se tiende a dilucidar un embarullado lío histórico, sino a constatar y exaltar el siguiente hecho indudable; Cádiz existe.
Es una venturosa realidad, que abre los gajos de sus calles simétricas a los fragantes estremecimientos de las brisas marinas y a la sinfonía azul de las mareas rumorosas. Cuando se entra en Cádiz por primera vez, en tren o en automóvil, después de haber anegado el alma en un lago de ideas blancas sugeridas por las salinas de Puerto Real y San Fernando, siente el viajero la embriaguez divina de las fulgurancias azules.
Para mí, Cádiz es, ante todo y sobre todo, una gran luz azul que irradia su portentosa claridad de lámpara votiva sobre el añil desvaído de la bahía apacible. Y las aguas encantadas de la bahía, aprisionan en su seno de topacio la imagen señorial de Cádiz – Luz, meciéndola dulcemente en su regazo de cristal, lleno de palpitaciones maternales. Por este luminoso fenómeno de espejismo, o de sortilegio brujo, Cádiz desdobla la maravilla de su vigorosa personalidad y vive a un tiempo mismo ceñido por la angustia de sus murallas seculares, y posado como un albatros sobre el espejo de la bahía, sosteniendo quizás en permanente apoteosis por los hombros oferentes de sus tritones y sirenas.
El milagro es tan prodigioso, que si el bosque de chimeneas, jarcias y mástiles de los buques surtos en el puerto no señalara a manera de hito la línea divisoria entre el Cádiz material y tangible, y el irreal y fantástico, el pobre viajero fascinado llegaría a caer en el agua, como esos miopes aturdidos que al pasear su natural torpeza por los salones señoriales tropiezan con los espejos creyéndolos prolongación de las regias estancias.
El cronista ha sentido como nadie la llamada imperiosa de estos mirajes alucinantes y hubiera saciado más de una vez su sed de azul en las aguas somnolientas si la oficiosidad del amigo no le hubiese advertido a tiempo de la doblez hipnótica de sus mágicas transparencias.
Pero no todo en Cádiz es paisaje de abanico ni decoración fantasmagórica. El ritmo vibrante de trabajo tiene también su marco triunfal en la fulgurante <<>> y mezcla sus jadeos atormentados con la epifanía orquestal de las mareas musicales. Cádiz sin perder por ello su condición esencial de ciudad encantada, abre todos sus poros al polen fecundo del trabajo y se impregna, como una esponja de ingentes dinamismos vitales y todos los años muda la piel vistiéndose una nueva túnica de plata, como los ofidios sinuosos o como los crustáceos de nácar que pululan en su caleta.
Con su ponderado bagaje cultural, base inconmovible de su liberalismo histórico, la ciudad azul ama a los niños y a las flores y sorprende al viajero con sus jardines robados al mar, como la joyante alameda de Apodaca y el luminoso paseo de Canalejas, o tatuados en la carne viva de la población, como la plaza de Castelar y la de Mina.
El parque Genovés es otra imperial presea donada por el Atlántico a la ciudad, que la guarda amorosa en el estuche aterciopelado de sus frondas perfumadas, llenas de un ingenuo clamor de voces y risas infatigables mezcladas con temblorosos aleteos de pájaros y geórgicas armonías de surtidores. Al extremo sur del parque se yergue el <<>>, blanco y hospitalario.
Desde alta mar los navegantes contemplaran la alba silueta del hotel como un pañuelo amigo tendido al viento en despedida fraterna, bajo la vigilancia paternal de la torre Tavira. Y el monumento a las Cortes, dolmen moderno erigido a la libertad y al derecho de los pueblos, hablará a las almas insumisas y errantes de los nautas y de los pasajeros de las naos fugitivas, de sagradas rebeldías ciudadanas próximas a plasmar en gestas de motín y de revueltas para restituir sus fueros y prerrogativas al pueblo soberano, brutalmente lapidado por las manos crueles de la injusticia. Bien merece este colosal recuerdo de piedra y bronce las famosas Cortes que dieron a España el primer código fundamental del Estado, crisol de las libertades públicas que aún disfrutamos, no en toda la generosa amplitud que imprimieron a su labor los preclaros patriotas doceañistas.
En el centro de la capital, guardando la misma relación de distancia que en el cuerpo humano el corazón y el estómago, la Casa de Correos levanta su aristocracia espiritual junto a la achaparrada plebeyez de la plaza de Abastos. Ante la primera, hemos pensado en el dolor lacerante que experimentaran los analfabetos abrumados por la grandeza del edificio, inútil para ellos, y hemos abierto nuestra sensibilidad afectiva a los imperios naturales de la piedad, una gran piedad para los hambrientos de espíritu, acaso mayor que la que sentiríamos ante los que supiéramos hambrientos de los manjares y vituallas encerrados en el vientre deforme de la segunda. Pero todos estos hambrientos serán hartos, porque Cádiz, la ciudad azul que abre los gajos de sus calles simétricas a los fragantes estremecimientos de las brisas marinas, hará un día honor a su brillante ejecutoria liberal. No olvidemos que sobre el espíritu luminoso de la ciudad, y envuelto como ella en diafanidades azules, flota el alma atormentada de Fermín Salvochea.
José Miranda de Sardi
Cádiz - Mayo de 1930
DEL LIBRO DE JUAN LUIS NAVAL Y MANUEL JURADO
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