Por Rocío Velís
Lunes por la mañana, en una calle de la Alfalfa. Ajeno al bullicio de su barrio, Gallardo cumple uno de sus rituales más preciados: tomarse los lunes al sol. Un café, el primero de los muchos que le seguirán a lo largo del día y la noche, un cigarro y uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco periódicos sobre la mesa de uno de los típicos bares a los que le gusta ir y donde ya le conocen. Sólo el constante ring de su teléfono móvil interrumpe su momento de relax, el que se toma después de haber trabajado el sábado y el domingo por la tarde en su despacho de la Avenida de la Constitución.
Lector compulsivo de prensa, cuelga el móvil e intenta devorar cada uno de los diarios que compra cada día sin excepción, pero no para recortar el cupón de la vajilla o de la colección de DVD, sino por puro amor a ese arte de contar las cosas. Y es que Gallardo encierra en su corazón un periodista con “vocación frustrada”, como él dice, aunque pudo hacer sus pinitos en alguna radio y como corresponsal de un periódico de Cataluña, cumpliendo lo que le ordenó su madre tras negarse a estudiar Ingeniería: “tú estudia para abogado y después si quieres escribe en los periódicos”.
Quizá por eso entiende tan bien a los plumillas a los que siempre trata amablemente, aunque no por ello se le puede tachar de abogado mediático, pues nunca habla de los casos que se trae entre manos -que no son pocos en 30 años de ejercicio- porque entiende que un abogado debe ser “como un cura” y que lo que el cliente le revela en un despacho no debe salir de allí.
Enganchado al móvil, siempre está dispuesto a atenderlo, aunque esté de viaje o en pleno acto institucional. El decano del Colegio de Abogados recibe ahora más llamadas de lo habitual porque son muchos los que le telefonean estos días para felicitarle por la Cruz de Honor de San Raimundo de Peñafort, que le fue otorgada hace diez años, pero que no le ha sido impuesta hasta ahora porque nunca “encontraba el momento propicio”. ¿En diez años? Más bien se trata de una cuestión de humildad porque aunque está acostumbrado a la prensa, a las cámaras y a los aplausos como decano del Colegio, no le gusta figurar cuando se trata de algo personal como lo es este reconocimiento. Para él la mejor medalla es un apretón de manos o un abrazo sincero.
Las cuatro mujeres de su casa, su esposa y sus tres hijas, son una de las pasiones de Gallardo, a las que dedica el poco tiempo que le deja su otra pasión: la Justicia, de la que hace gala no sólo en los juzgados, sino también en la vida. A ella le dedica prácticamente las 24 horas del día, entre su despacho y sus obligaciones como decano, cargo que lleva desempeñando desde hace casi 15 años, de los 22 que ya ha consagrado al Colegio. Es el único que ha logrado ser reelegido dos veces en los tres siglos de la entidad.
Hombre profundamente creyente, pertenece a tres hermandades, aunque no se declara un capillita al uso. Se crió en el barrio de San Vicente, aunque su padre era un sencillo agricultor de Mairena del Aljarafe, de ahí su vinculación con la Soledad de San Lorenzo. Por lazos profesionales pertenece a las Siete Palabras y al Silencio, sin olvidar el amor que le profesa a la Virgen de la Macarena, ante la que se casó estando ésta en solemne besamanos.
Sevillano por los cuatro costados, vive al máximo las tradiciones de la ciudad, que le premió con su medalla en 2005, hasta el punto de haber sido el Rey Gaspar en la cabalgata de 1998. Eso sí, ni del Sevilla ni del Betis, de la Selección Española porque no le gusta que le encasillen, va por libre. Sólo el Faraón de Camas ha logrado que Gallardo se deje etiquetar como currista de pro.
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